Tengo un pequeño jardín zen. Está ubicado en una caja sin tapa, de poca altura y patas cortas; hecha de madera oscura y olorosa (es una pena que mi olfato no sea más sensible).
Me lo regalaron unos amigos, con motivo de la celebración de un cumpleaños atrasado (el mío) y otro “fresco” (el de mi amigo). El exótico objeto me atrapó desde un principio, y aunque no disponía de un lugar adecuado donde exponerlo (necesito urgentemente una mesa para mis tesoros), no pude resistirme a ponerlo en “on” aquella misma noche.
En su interior vacié dos bolsas de arena, y, después de alisada, coloqué encima, tres pequeñas piedras negras de distinto tamaño, dispuestas a mi gusto (son las instrucciones básicas). Después, mi imaginación peinó la arena con un pequeño rastrillo, queriendo representar un paisaje de olas sobre una pequeña cala a la que tengo un cariño especial.
Un jardín zen sirve para dibujar un espacio personal. Utilizando la arena y la piedra como materiales de diseño, es posible recrear un pequeño paisaje ó una escena abstracta, con la única condición de que nos resulte estético y placentero
Nuestro jardín está para ser contemplado, para ser utilizado como objeto de meditación. Está vivo, como nosotros, y podemos modificarlo o rehacerlo a nuestro gusto.
Todos tenemos un jardín zen. Sobre él dibujamos nuestra vida, que también vamos peinando como la arena, a medida que pasan los años. A veces es conveniente rehacerlo todo de nuevo y otras modificarlo solo ligeramente. Pero en todo caso, lo fundamental es que lo diseñemos de acuerdo a nuestras premisas, a nuestro gusto, porque este jardín es nuestro tesoro personal. Copiarlo, por muy bello que sea el original, no sirve de nada.