domingo, 4 de septiembre de 2011

LA GAVIOTA




   
La gaviota aletea cuando vuela bajo. Tiene que esforzarse por ascender. Y en ese intento, su vuelo vacila, oscila. Sube y después baja, baja y después sube.

Al igual que la gaviota, nuestro vuelo es inestable cuando comenzamos a ascender.

 Cuando está en lo alto, la gaviota planea. Se mantiene estable y segura Desde arriba observa el punto del que partió, mientras sube y sube, sin miedo, en pos del cielo.

 Como la gaviota, nuestro vuelo es sereno, cuando apuntamos alto, en pos de nuestros sueños. Y también como le sucede a la gaviota, solo ganamos altura si nos dejamos llevar por las corrientes de la Vida que nos empujan, sin esfuerzo, hacia un destino ansiado y, al mismo tiempo, desconocido.

 A veces, cuando planea tranquila, sobre alguna veloz corriente de aire caliente, la gaviota se quiebra, da unas piruetas en el aire, pierde la paz de su vuelo; hasta que unos segundos después, atrapa una nueva corriente de aire que la transporta aún más alto hasta casi perderse de vista. Durante estos azarosos momentos, ella confía, sabe que, tras una caída en el vacío, encontrará una nueva ruta aún por explorar, y por eso no teme nada, mientras cambia de nivel.

 Al igual que le ocurre a la gaviota, las corrientes de nuestra vida cambian. Nada permanece inmóvil en este universo vibrante. Y del mismo modo, cuando nuestros sueños planean, también se enfrentan a la caída en el vacío, cuando un nuevo nivel se aproxima. Al igual que la gaviota, solo podremos seguir ascendiendo, si confiamos en que tras esa caída sin sustento, encontraremos siempre la corriente salvadora que nos guiará, seguros, hacia nuestros sueños. 


¡¡VUELA!!


jueves, 4 de agosto de 2011

PERDÓNAME

Apenas se filtraban los rayos de luz por entre las minúsculas rendijas que dejaba sin cubrir la persiana cerrada a cal y canto, en la habitación a oscuras.

Así era porque ella lo había querido. Como un modo de decirle al mundo: “no entres. Déjame en paz. Haz como si no existiese”. Por eso, a pesar de la luminosidad que reinaba afuera, a pesar de un Sol radiante que anunciaba otro día de calor, a pesar de que la noche había desaparecido por el horizonte hacía ya un par de horas; aquella habitación permanecía oscura, inaccesible al trascurrir del día. Como anclada en la noche oscura del alma que anegaba cada rincón de  Raquel; desde que aquella última discusión había terminado con treinta años de vida en común.

Por eso lo odiaba. Por eso y por haberle amargado los últimos años de su existencia, perdidos entre discusiones, desavenencias, descalificaciones, amenazas, venganzas y algún que otro amago de agresión física.

También se odiaba a si misma. Se odiaba por todo. Por no haber sido capaz de predecir este final, por no haberse decidido antes a terminar con aquella farsa; por haber renunciado a su vida  personal, a sus sueños, a sus proyectos, en aras de una vida en común que nunca compensó su sacrificio. Y ahora le pesaba, le dolía todo aquel tiempo perdido. Sentía una inmensa rabia hacia si misma por haber dejado marchar el tren de la oportunidad.

Ella sentía que él nunca había tenido objetivos, metas, intereses, salvo los de vivir una vida sin complicaciones. Se había conformado con un trabajo que le diese lo justo para vivir, una mujer con quien compartir lecho y preocupaciones, unos hijos en quienes depositar sus sueños, y algunos amigos y conocidos con quienes mitigar su soledad. ¿Eso había sido todo?

Ahora, al recordarlo, lo odiaba más. Ahora se daba cuenta del error de haber entregado su vida a aquel hombre vacío, vulgar, sin nada que aportar a su vida. ¡Qué ciega había estado durante todo este tiempo!, ¡cómo se había engañado a si misma! Engañada en los primeros años, después de los primeros meses de ilusión; cuando comenzó a darse cuenta de que tan solo el sexo y la necesidad de sentirse acompañada guiaban aquella relación. Engañada más tarde, cuando creyó que el tiempo acabaría por cambiarlo todo. Y más engañada aún, cuando descubrió que la crianza de los hijos era el motivo de fondo que  aún la mantenía unida a  aquel hombre.

El, había dejado el hogar a primera hora de la mañana, después de la última desavenencia, luego de que la última gota colmase el vaso de la discordia, y varios meses después de que el menor de sus hijos abandonase el hogar, rumbo a una nueva vida. Ahora, sentado en un banco del parque, se preguntaba que había hecho mal. ¿Por qué Raquel nunca había estado enamorada de él?, ¿por qué no había sido capaz de generar en ella respeto y amor?, ¿por qué cada vez que salían con amigos, era el blanco de las críticas en boca de ella, aunque fuese en tono de broma?. ¿Por qué nunca había visto en ella una mirada apasionada, excepto quizás durante los primeros  tiempos de convivencia, cuando sus cuerpos estaban aún por descubrir y experimentaban, ávidos, el placer de la novedad?.

Siempre había sufrido por ello. Su concepto de si mismo, jamás logró superar el aprobado. Se veía (siempre se vio) como un  amante  imperfecto, inmaduro. Y esto le dolía. Le había dolido toda la vida. Al final, como un modo de superar su dolor, había descargado sobre ella toda la culpa y la vergüenza que sentía. Y decidió que era ella la que no sabía apreciar sus cualidades, sus desvelos por complacerla, su valor como hombre. Los reproches y las críticas se convirtieron en habituales. El rencor acumulado, descargado sobre Raquel, convirtió su día a día en un infierno de descalificaciones. Y, a partir de ese momento, supo que no habría vuelta atrás, que aquella relación estaba condenada al fracaso.

No obstante mantuvo el tipo y trató de seguir adelante, con la conciencia clara de que algún día todo terminaría. No quería ser él quien diese el primer paso, quién arrojase la primera piedra. Tenía miedo. Miedo al que dirán, miedo al futuro sin sus hijos, miedo a no encontrar un  nuevo amor, miedo a lo que habría más allá, miedo a tomar una decisión que cambiaría su vida para siempre. Por eso esperaba a que fuese ella la que diese el primer paso, la que tomase la iniciativa.

Las palomas se arremolinaban alrededor del resto de bocadillo que acababa de arrojar al suelo. Por un momento se sintió como aquel trozo de pan: picoteado, zarandeado, perdido en la zozobra del no saber que vendrá después. Y también se sintió dolido. Dolido por el tiempo perdido, por los años desperdiciados.


Odiaba cada poro de su piel. De la suya y de la de Raquel.

Se odiaba por haber fallado como amante, como compañero, como hombre. Y la odiaba más a ella por haberlo abocado al fracaso. Por no haber sabido extraer lo bueno que había en él, por no haber creído en él,, por no haberle dado amor.

La odiaba…por tantas cosas.

Lo odiaba...por tantas cosas

Se odiaban…por tantas cosas


Ahora, solos, alejados, perdidos…

Se dolían  por cada paso de aquel camino de desencuentros.

Lloraban cada instante de soledad, cada oportunidad perdida.

Recorrían entre lágrimas los recuerdos de toda una vida.

Y entre cada suspiro, la sombra del perdón aparecía, fugaz, ocupando los silencios que dejaba el dolor. Un perdón que no era rendición, ni razones, ni tan siquiera reconciliación.

Era un perdón que, simplemente, dejaba ir la pena, dejaba ir el dolor, dejaba ir la culpa, dejaba ir el fracaso, dejaba ir la agonía. Y se abría, brillante, en un rayo de esperanza para iluminar sus vidas, ahora rotas.

Era el perdón de la vida, de lo que ha sido y lo que será, de lo que pudo ser y no fue. El perdón sin razones, sin fronteras, sin recuerdos. El perdón de la libertad. De ser y de hacer. El perdón de comenzar de nuevo, de despedirse sin acritud. De descubrir que cada tramo del camino es sagrado, es único, es perfecto. Que todo tiene un sentido y una razón. Un por qué y, sobre todo, un para qué.

El perdón que libera, que comprende al otro y se comprende  a si mismo. El perdón que permite seguir el camino sin la pesada carga del rencor, el que libera recuerdos.

El perdón de la Vida, del Amor, de la Luz.

Ambos sabían, que todo era cuestión de tiempo. Antes o después, el perdón  se haría fuerte en sus vidas. No había otro modo de seguir adelante, otra manera de aprender de la experiencia, de mejorar sus caminos, de abrirse a nuevas experiencias, de que todo SI hubiese valido para algo…para APRENDER.


PERDÓNAME…cuando no comprendo tus razones y esgrimo las mías, como UNICAS válidas para ser tenidas en cuenta.

PERDÓNAME…cuando te hago daño, ignorante de otro modo de aliviar mi dolor.

PERDÓNAME…cuando te odio por romper mis expectativas sobre lo que yo creo que debes SER.

PERDÓNAME…cuando te utilizo como recipiente en que volcar mis frustraciones y mi sentimiento de culpa

PERDÓNAME…cuando te necesito tanto que te asfixio en mis necesidades.

PERDÓNAME…aunque no sepa por qué has de perdonarme, y levante un muro de orgullo entre tú y yo para ocultar mi ignorancia.

Simplemente…PERDÓNAME
Pocas cosas nos hacen vibrar con tanta intensidad como el abrazo del perdón


miércoles, 1 de junio de 2011

EN EL SEPTIMO DIA





















En el séptimo día, cuando Dios descansaba, se abrumó por la enorme complejidad que había alcanzado su Obra.

Repasando mentalmente los entresijos de su Creación, cayó en la cuenta de qué el gigantesco programa que dirigía su juguete disponía de algunos grados de libertad que no había previsto mientras lo diseñaba.

De hecho, los múltiples bucles de códigos entrelazados de los que tan orgulloso estaba, disponían de infinitas posibilidades de auto-combinación y esto, estaba seguro, provocaría resultados impredecibles.

Se había dado cuenta cuando ya la maquinaria de la vida avanzaba en un viaje sin retorno, y trató de imaginarse las consecuencias durante un instante de eternidad.

Pero acabó por pensar que la incertidumbre añadiría espectacularidad al conjunto, a costa de hacerlo más inestable. Y en un nuevo acto de creación, elaboró con sus propias manos “la libertad”, un conglomerado oloroso y vibrante que arrojó divertido al mismo corazón de su Universo.

Fue entonces cuando realmente descansó, todo estaba bajo control. Y sin grandes aspavientos, tal como había decidido, se diluyó poco a poco en su Obra que ya comenzaba a tomar forma.




martes, 15 de marzo de 2011

EL JARDIN ZEN (pequeñas historias personales)

Tengo un pequeño jardín zen. Está ubicado en una caja sin tapa, de poca altura y patas cortas; hecha de madera oscura y olorosa (es una pena que mi olfato no sea más sensible).



Me lo regalaron unos amigos, con motivo de la celebración de un cumpleaños atrasado (el mío) y otro “fresco” (el de mi amigo). El exótico objeto me atrapó desde un principio, y aunque no disponía de un lugar adecuado donde exponerlo (necesito urgentemente una mesa para mis tesoros), no pude resistirme a ponerlo en “on” aquella misma noche.



En su interior vacié dos bolsas de arena, y, después de alisada, coloqué encima, tres pequeñas piedras negras de distinto tamaño, dispuestas a mi gusto (son las instrucciones básicas). Después, mi imaginación peinó la arena con un pequeño rastrillo, queriendo representar un paisaje de olas sobre una pequeña cala a la que tengo un cariño especial.

Un jardín zen sirve para dibujar un espacio personal. Utilizando la arena y la piedra como materiales de diseño, es posible recrear un pequeño paisaje ó una escena abstracta, con la única condición de que nos resulte estético y placentero



Nuestro jardín está para ser contemplado, para ser utilizado como objeto de meditación. Está vivo, como nosotros, y podemos modificarlo o rehacerlo a nuestro gusto.



Todos tenemos un jardín zen. Sobre él dibujamos nuestra vida, que también vamos peinando como la arena, a medida que pasan los años. A veces es conveniente rehacerlo todo de nuevo y otras modificarlo solo ligeramente. Pero en todo caso, lo fundamental es que lo diseñemos de acuerdo a nuestras premisas, a nuestro gusto, porque este jardín es nuestro tesoro personal. Copiarlo, por muy bello que sea el original, no sirve de nada.