jueves, 4 de agosto de 2011

PERDÓNAME

Apenas se filtraban los rayos de luz por entre las minúsculas rendijas que dejaba sin cubrir la persiana cerrada a cal y canto, en la habitación a oscuras.

Así era porque ella lo había querido. Como un modo de decirle al mundo: “no entres. Déjame en paz. Haz como si no existiese”. Por eso, a pesar de la luminosidad que reinaba afuera, a pesar de un Sol radiante que anunciaba otro día de calor, a pesar de que la noche había desaparecido por el horizonte hacía ya un par de horas; aquella habitación permanecía oscura, inaccesible al trascurrir del día. Como anclada en la noche oscura del alma que anegaba cada rincón de  Raquel; desde que aquella última discusión había terminado con treinta años de vida en común.

Por eso lo odiaba. Por eso y por haberle amargado los últimos años de su existencia, perdidos entre discusiones, desavenencias, descalificaciones, amenazas, venganzas y algún que otro amago de agresión física.

También se odiaba a si misma. Se odiaba por todo. Por no haber sido capaz de predecir este final, por no haberse decidido antes a terminar con aquella farsa; por haber renunciado a su vida  personal, a sus sueños, a sus proyectos, en aras de una vida en común que nunca compensó su sacrificio. Y ahora le pesaba, le dolía todo aquel tiempo perdido. Sentía una inmensa rabia hacia si misma por haber dejado marchar el tren de la oportunidad.

Ella sentía que él nunca había tenido objetivos, metas, intereses, salvo los de vivir una vida sin complicaciones. Se había conformado con un trabajo que le diese lo justo para vivir, una mujer con quien compartir lecho y preocupaciones, unos hijos en quienes depositar sus sueños, y algunos amigos y conocidos con quienes mitigar su soledad. ¿Eso había sido todo?

Ahora, al recordarlo, lo odiaba más. Ahora se daba cuenta del error de haber entregado su vida a aquel hombre vacío, vulgar, sin nada que aportar a su vida. ¡Qué ciega había estado durante todo este tiempo!, ¡cómo se había engañado a si misma! Engañada en los primeros años, después de los primeros meses de ilusión; cuando comenzó a darse cuenta de que tan solo el sexo y la necesidad de sentirse acompañada guiaban aquella relación. Engañada más tarde, cuando creyó que el tiempo acabaría por cambiarlo todo. Y más engañada aún, cuando descubrió que la crianza de los hijos era el motivo de fondo que  aún la mantenía unida a  aquel hombre.

El, había dejado el hogar a primera hora de la mañana, después de la última desavenencia, luego de que la última gota colmase el vaso de la discordia, y varios meses después de que el menor de sus hijos abandonase el hogar, rumbo a una nueva vida. Ahora, sentado en un banco del parque, se preguntaba que había hecho mal. ¿Por qué Raquel nunca había estado enamorada de él?, ¿por qué no había sido capaz de generar en ella respeto y amor?, ¿por qué cada vez que salían con amigos, era el blanco de las críticas en boca de ella, aunque fuese en tono de broma?. ¿Por qué nunca había visto en ella una mirada apasionada, excepto quizás durante los primeros  tiempos de convivencia, cuando sus cuerpos estaban aún por descubrir y experimentaban, ávidos, el placer de la novedad?.

Siempre había sufrido por ello. Su concepto de si mismo, jamás logró superar el aprobado. Se veía (siempre se vio) como un  amante  imperfecto, inmaduro. Y esto le dolía. Le había dolido toda la vida. Al final, como un modo de superar su dolor, había descargado sobre ella toda la culpa y la vergüenza que sentía. Y decidió que era ella la que no sabía apreciar sus cualidades, sus desvelos por complacerla, su valor como hombre. Los reproches y las críticas se convirtieron en habituales. El rencor acumulado, descargado sobre Raquel, convirtió su día a día en un infierno de descalificaciones. Y, a partir de ese momento, supo que no habría vuelta atrás, que aquella relación estaba condenada al fracaso.

No obstante mantuvo el tipo y trató de seguir adelante, con la conciencia clara de que algún día todo terminaría. No quería ser él quien diese el primer paso, quién arrojase la primera piedra. Tenía miedo. Miedo al que dirán, miedo al futuro sin sus hijos, miedo a no encontrar un  nuevo amor, miedo a lo que habría más allá, miedo a tomar una decisión que cambiaría su vida para siempre. Por eso esperaba a que fuese ella la que diese el primer paso, la que tomase la iniciativa.

Las palomas se arremolinaban alrededor del resto de bocadillo que acababa de arrojar al suelo. Por un momento se sintió como aquel trozo de pan: picoteado, zarandeado, perdido en la zozobra del no saber que vendrá después. Y también se sintió dolido. Dolido por el tiempo perdido, por los años desperdiciados.


Odiaba cada poro de su piel. De la suya y de la de Raquel.

Se odiaba por haber fallado como amante, como compañero, como hombre. Y la odiaba más a ella por haberlo abocado al fracaso. Por no haber sabido extraer lo bueno que había en él, por no haber creído en él,, por no haberle dado amor.

La odiaba…por tantas cosas.

Lo odiaba...por tantas cosas

Se odiaban…por tantas cosas


Ahora, solos, alejados, perdidos…

Se dolían  por cada paso de aquel camino de desencuentros.

Lloraban cada instante de soledad, cada oportunidad perdida.

Recorrían entre lágrimas los recuerdos de toda una vida.

Y entre cada suspiro, la sombra del perdón aparecía, fugaz, ocupando los silencios que dejaba el dolor. Un perdón que no era rendición, ni razones, ni tan siquiera reconciliación.

Era un perdón que, simplemente, dejaba ir la pena, dejaba ir el dolor, dejaba ir la culpa, dejaba ir el fracaso, dejaba ir la agonía. Y se abría, brillante, en un rayo de esperanza para iluminar sus vidas, ahora rotas.

Era el perdón de la vida, de lo que ha sido y lo que será, de lo que pudo ser y no fue. El perdón sin razones, sin fronteras, sin recuerdos. El perdón de la libertad. De ser y de hacer. El perdón de comenzar de nuevo, de despedirse sin acritud. De descubrir que cada tramo del camino es sagrado, es único, es perfecto. Que todo tiene un sentido y una razón. Un por qué y, sobre todo, un para qué.

El perdón que libera, que comprende al otro y se comprende  a si mismo. El perdón que permite seguir el camino sin la pesada carga del rencor, el que libera recuerdos.

El perdón de la Vida, del Amor, de la Luz.

Ambos sabían, que todo era cuestión de tiempo. Antes o después, el perdón  se haría fuerte en sus vidas. No había otro modo de seguir adelante, otra manera de aprender de la experiencia, de mejorar sus caminos, de abrirse a nuevas experiencias, de que todo SI hubiese valido para algo…para APRENDER.


PERDÓNAME…cuando no comprendo tus razones y esgrimo las mías, como UNICAS válidas para ser tenidas en cuenta.

PERDÓNAME…cuando te hago daño, ignorante de otro modo de aliviar mi dolor.

PERDÓNAME…cuando te odio por romper mis expectativas sobre lo que yo creo que debes SER.

PERDÓNAME…cuando te utilizo como recipiente en que volcar mis frustraciones y mi sentimiento de culpa

PERDÓNAME…cuando te necesito tanto que te asfixio en mis necesidades.

PERDÓNAME…aunque no sepa por qué has de perdonarme, y levante un muro de orgullo entre tú y yo para ocultar mi ignorancia.

Simplemente…PERDÓNAME
Pocas cosas nos hacen vibrar con tanta intensidad como el abrazo del perdón


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